Etiqueta: Urbes Textuales

Las catedrales, las iglesias y las parroquias de barrio

«No, no —contestaba riendo [el viejo zapatero a los niños provincianos]— en Lima ya no hay tapadas ni carruajes con caballos y es muy difícil ver al Presidente. Pero en la Catedral, eso sí, se pueden ver los restos de Francisco Pizarro. Y en las calles hay tanto autos como cuando aquí hay entierro de gente rica. Los edificios son diez veces más altos que nuestra capilla»      El espíritu de la ciudad, Oswaldo Reynoso

 

Las iglesias latinoamericanas se podrían clasificar en varios grupos, desde el punto de vista arquitectónico. Me refiero a los edificios y a los templos que son las construcciones, en los más diversos estilos, de las iglesias de varias y distintas religiones. Se puede decir que hay iglesias que son casi museos, por ser antiguas y dar refugio a piezas de arte de gran valor histórico y monetario: pinturas, esculturas, mosaicos, frescos, vitrales, pseudo-reliquias, altares. Dichas iglesias se ubican en medio de centros urbanos, o en pueblos alejados de la urbanidad, cual reservas rurales de patrimonio cultural, provechosas para la historia del arte. Algunas de esas iglesias-museo en las grandes ciudades exigen el pago de una entrada para acceder a ciertos de sus espacios, aunque sigan ofreciendo misas rutinarias y domingueras de manera gratuita, no faltaba más, puesto que las iglesias, en particular las católicas, han perdido visitantes; y lo que es peor, han perdido ovejas y hasta pastores en las última décadas por diversos motivos. Cobrar por oír misa sería su acabose.

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OTROLUNES – REVISTA HISPANOMAERICANA DE CULTURA (abril 2023, año 17, nr. 64)

Foto: «Torres de iglesias de Ica»; Ica, Perú, 2003; © Ofelia Huamanchumo de la Cuba

Los puentes urbanos

«Es mi puente un poeta que me espera

con su quieta madera cada tarde.

Y suspira y suspiro, me recibe y le dejo

solo, sobre su herida su quebrada…»

Puente de los Suspiros [1960, vals] 

Chabuca Granda

Los puentes en las ciencias humanas, pero sobre todo en la literatura, han servido, y sirven, con frecuencia como metáfora de unión entre dos entes que están separados, por naturaleza o por destino. Se habla del puente entre dos culturas antagónicas, del puente entre dos etapas históricas, de los puentes culturales que toda ciudad cosmopolita construye de manera permanente hacia lo que la va invadiendo. Desde el punto de vista arquitectónico, los puentes urbanos tienen en muchas ciudades una función ante todo práctica, es decir, sirven para unir dos espacios que, de otra manera, quedarían aislados, porque los separa un canal, un río o un abismo, o el mar de automóviles de una gran vía. Y hete ahí que, en el caso de los puentes peatonales, estos incluso llegan a ser útiles para salvar vidas humanas, aquellos sobre grandes avenidas o la Panamericana Sur, por ejemplo, que invitan al apurado citadino temerario de las grandes urbes a no cruzar a pie pistas de alta velocidad, sino a utilizarlos.

              De otro lado, totalmente diferente, hay puentes que se han convertido en símbolo emblemático de grandes ciudades, y también al revés, ciudades que han hecho de ciertos puentes propios el símbolo de una leyenda, de una creencia, de una marca comercial-cultural. Y en ese afán, muchas veces, el significado o utilidad originaria de aquella construcción urbana ha perdido, o ganado, lecturas.

 

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OTROLUNES – REVISTA HISPANOAMERICANA DE CULTURA (enero 2023, año 17, nrº 63)

*Fuente de la imagen: Commons.wikipedia.org 

Los ríos urbanos

«Nuestra ruta se ceñía al valle del Rímac, a lo largo del río del mismo nombre que atraviesa Lima y en su curso irriga todo el territorio adyacente. El verdor y la frescura de la vegetación en la vecindad de sus riberas, y las muchas arboledas hermosas que diversifican el paisaje, ofrecían un agradable contraste con los estériles y rocosos cerros que nos rodeaban por todas partes. Sin embargo, mientras pasábamos ningún signo de cultivos o de habitantes alegró la vista o contentó el corazón, y el escenario estaba fiado solo a la mano de la naturaleza, por su belleza y efectos pintorescos. Al ascender las alturas captamos una vista de las torres y cúpulas de Lima, y del distante océano al fondo…»
Narrative of a visit to Brasil, Chile, Peru [Londres 1825]*
Gilbert F. Mathison

El río Nilo es a la cultura egipcia lo que los Andes a la peruana, escribió una vez el crítico literario y ferviente político del siglo XX Luis Alberto Sánchez. Y yo digo, reduciendo, que el río Rímac es al principio milenario y paradójico de la ciudad de Lima. De la confusión en torno a los orígenes del nombre de la capital del Perú, tomado del valle, que se remite al río que lo riega, aclaró ya hacia 1609 el Inca Garcilaso en sus Comentarios Reales: «Porque no sea menester repetirlo muchas veces, diremos aquí lo que en particular hay que decir del valle de Pachacámac y de otro valle, llamado Rímac, al cual los españoles, corrompiendo el nombre, llaman Lima. […] El valle de Rímac está a cuatro leguas al norte de Pachacámac. El nombre Rímac es participio de presente, quiere decir: el que habla. Llamaron así al valle por un ídolo que en él hubo en figura de hombre, que hablaba y respondía a lo que le preguntaban, como el oráculo de Apolo Délfico y otros muchos que hubo en la gentilidad antigua; y porque hablaba, le llamaban ‘el que habla’, y también al valle donde estaba«.

            En efecto, y de manera muy personal, ese río, uno de los tres que atraviesa la urbe limeña de hoy, resultó para mí un dador de ideas y un lugar de inspiración artística, a pesar de que su sola contemplación puede dejarla a una sin palabras. No se piense que estamos hablando de un enorme afluente de aguas turquesas y ensoñadoras, sobre el que circulan embarcaciones turísticas a todo dar, como por el Siena, el Rin, o el Danubio; no. Todo lo contrario: los relaves mineros andinos, las desembocaduras de desagües urbanos ilegales y el malsano status quo, de agarrarlo de vertedero de basuras en varios de sus tramos, trazan su actual perfil hidrográfico incluso al atravesar la urbe capitalina. No obstante, y desde una óptica más ancestralmente supersticiosa, el Rímac resultó también para mí un oráculo y un destapador de misterios…

 

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Texto completo publicado (marzo 2022) en:

OTROLUNES – Revista Hispanoamericana de Cultura, nr. 62, año 16

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Foto: «Río Rímac», Lima, febrero 2022 / © D. Huancaya

Los cementerios

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«Hacia mis quince años conocí a un grupo de chicos que se reunían en la Plaza de la Constitución. Su vestimenta los destacaba del resto de los habitantes de la ciudad: usaban ropa oscura y desgastada con motivos de calaveras, zapatos industriales, chaquetas de cuero negro. A primera vista yo no tenía nada que ver con esa gente, excepto que su lugar predilecto para reunirse era el Panteón San Miguel. Aproveché la primera oportunidad que tuve para demostrar que conocía todos su recovecos. La afición de estos chicos por lo fúnebre me hacía pensar en mis autores más queridos. Empecé a hablarles de ellos, a contarles historias de apariciones y fantasmas, y terminé por convertirme en una integrante más del grupo. Fueron ellos quienes me iniciaron en Tim Burton, en Philip K. Dick cuyas novelas adoré desde el principio, y en otros autores como Lobsang Rampa que nunca acabaron de gustarme.»

Después del invierno, Guadalupe Nettel

 

A una pareja de peruanos, que vivía aquí en Múnich ya un par de años, les pasó algo inaudito. Resulta que una vez vieron un alma en pena, vestida de blanco, en el cementerio Westfriedhof. Fue una noche en la que regresaban a pie de una reunión, algo bebidos. Cuando casi daban las doce en punto y teniendo de manera ineludible que bordear aquel camposanto para llegar a casa, se vieron alumbrados por un brevísimo resplandor que salía desde dentro del parque de tumbas, aseguraban. Ellos creyeron ver en aquel detalle una señal de sus seres queridos ya fallecidos. No sé por qué, pero mientras me contaban aquella anécdota se me iba metiendo el miedo en el cuerpo. Pienso que no tanto por la fantasía que tenía desarrollada en mi imaginación tras haber leído tantas historias de terror que suceden en cementerios, sino porque la complicidad de ser compatriotas míos le daba crédito a aquel episodio, que en boca de algún muniquense me hubiera sonado absurdo, falto de esa superstición ancestral tan típica de las historias de aparecidos contadas allá en mi adolescencia entre broma y broma con los amigos del barrio, sobre todo en la víspera del día de los muertos, más conocida ahora como halloween, con las luces apagadas y un par de velas encendidas.   >>

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Texto completo publicado (noviembre 2021) en:

OTROLUNES – Revista Hispanoamericana de Cultura, nr. 61, año 15

Los zoológicos

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 «Tomamos los jeeps para dirigirnos hacia la parte de la Hacienda Nápoles dedicada al zoológico. Escobar conduce uno de los vehículos y está acompañado de dos chicas brasileras en tanga […] En la distancia aparecen tres elefantes, quizás la primera atracción de todo circo o zoológico que se respete. Aunque yo nunca he podido distinguir entre los asiáticos y los africanos, Escobar los describe como asiáticos. Nos informa que los machos de las especies mayores y en vía de extinción de su zoológico tienen dos o más hembras y que, en el caso de las cebras, los camellos, los canguros, los caballos appaloosas u otros menos costosos, muchísimas más. Y añade con una sonrisa maliciosa: —Por eso se mantienen tan contentos, y no atacan ni son violentos.»
Amando a Pablo, odiando a Escobar  – Virginia Vallejo

Siempre he confesado que mis libros de cabecera van todos de psicología animal, y que me gusta observar animales salvajes, pero no en el zoológico, sino en su hábitat original. Creo que el marco de lo natural permite a las bestias salvajes el movimiento en libertad, no calculado, auténtico, feliz, algo lejos de lo que pudiera ofrecerles hasta la más fina jaula de oro en un zoológico. No obstante, después de haber visitado varios zoológicos en grandes ciudades del mundo y experimentado la misma sensación de tristeza por las fieras encerradas, como si hubieran cometido un delito a cadena perpetua, yo creo que estos lugares extraordinarios de las grandes ciudades del mundo llegan a ser en algunos casos un mal necesario… >>

 

Texto completo publicado (septiembre 2021) en:

OTROLUNES – Revista Hispanoamericana de Cultura, nr. 60, año 15.

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Imagen: Felinario (Parque de las Leyendas – Lima)

Las salas de cine

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«Los mendigos anónimos

vienen del cine mudo

posan en blanco y negro […]

los mendigos anónimos

antes tenían nombres

y memoria y subtítulos»

En blanco y negro, Mario Benedetti

 

 

Si preparo popcorn en casa, dos cosas me vienen a la memoria: los festejos de cumpleaños de la niñez y las salas de cine de Lima. Desde el nacimiento mundial del séptimo arte las salas para proyectar películas parecían ser parte inherente de ese fenómeno que tanto fascinara enseguida a las vanguardias del mundo entero. Primero, mudo, y a blanco y negro, luego con música al paralelo, después con sonido, más tarde a colores, con subtítulos, mucho después doblado a otros idiomas, muchísimo después en 3D con las supergafas oscuras, incluso con efectos sonoros extras en sala y movimientos de butaca, dependiendo del lugar. Aquí en Múnich, sala de gala, con asientos reclinables y mesitas desplegables con servicio de champán y cena a la carta. Todo iba viento en popa hasta que pasó un huracán pandémico que nos movió la alfombra roja y convirtió la esencia del cine en una pregunta de vida o muerte, o de reinvención, o de renacimiento: ¿el cine es igual a sala de cine? ¿son necesarias las salas de cine? ¿netflix no es cine, por más que uno tenga un pantallón instalado en la pared más grande de la casa? ¿un streaming de película cinematográfica no es cine? ¿el chiste del cine era mirar la película en medio de una masa de gente, entre cuatro paredes, engullendo popcorn?  …>>

 

Texto completo publicado (mayo 2021) en:

OTROLUNES – Revista Hispanoamericana de Cultura, nr. 59, año 15

Las bibliotecas

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     Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana —la única— está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.

La Biblioteca de Babel, Jorge Luis Borges

 

En la biblioteca de un centro de idiomas ubicado en la ciudad de Lima allá por los años noventa del siglo pasado —una de las pocas bibliotecas que ofrecían estantes de libros para lectura presencial en esa época— se hizo un estudio estadístico sobre pérdidas de libros (bajo la causa «no devuelto» o «ejemplar desaparecido en sala») y resultó ser que «se perdían», si mal no recuerdo, dos libros por día, y aquella biblioteca solo abría 6 horas al día, de lunes a viernes. De leyenda. Bien; pero actualicemos. Un programa de fomento de lectura de la ciudad de Lima vino a ofrecer hace un par de años el servicio de préstamos de libros para lectura durante el viaje en transporte público. En el primer año se registraron pérdidas del noventa por ciento de los ejemplares. Menos mal que con las campañas de «educación civil» que se vio obligado a crear aquel programa para subvertir tamaña ignominia, se logró casi revertir la cosa en un año más. Increíble fenómeno; o milagro de octubre limeño.

Ahora volvamos a retroceder mucho más. Unos 140 años; hasta exactamente febrero de 1881. Soldados de un ejército extranjero invasor saqueando la Biblioteca Nacional del Perú, ubicada en pleno centro de la en esos momentos sitiada ciudad de Lima. No se salvaron del saqueo varias otras bibliotecas de universidades, conventos y archivos limeños. Un siglo y pico después, se lleva a cabo una devolución simbólica de ese pedazo de memoria histórica, resguardada en libros y otros documentos, que le fue arrebatada a la cultura peruana. Grato consuelo…>>

 

Texto completo publicado (febrero 2021) en:

OTROLUNES – Revista Hispanoamericana de Cultura, nr. 58, año 15

Las huacas citadinas

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                                                          «Más tarde, cuando conocimos la Huaca Juliana, nos olvidamos del mar.

La huaca estaba para nosotros cargada de misterio.

Era una ciudad muerta, una ciudad para los muertos.

Nunca nos atrevimos a esperar en ella el atardecer.

Bajo la luz del sol era acogedora y nosotros conocíamos sus terraplenes

y el sabor de su tierra, donde se encontraban pedazos de alfarería.

A la hora del crepúsculo, sin embargo, cobraba un aspecto triste,

parecía enfermarse y nosotros huíamos, despavoridos, por sus faldas.»

Los eucaliptos, Julio Ramón Ribeyro

 

Las huacas de Lima son edificios de edades ancestrales: restos arqueológicos de construcciones de impronta prehispánica que la desidia vecinal limeña no ha logrado destruir a pesar de tanta modernidad citadina. Las hay por todas partes, imposible viajar un buen rato en auto por Lima y no toparse con alguna. El material con el que generalmente fueron construidas es el adobe, frente al cual las escasas lluvias y la fina garúa limeñas poco poder destructivo han tenido; no obstante, el corazón con que los habitantes de mi ciudad las miran y protegen es bien diferenciado.

                       Me viene ahora a la memoria haber visto una huaca que era utilizada como campo de fulbito en algún distrito popular de la ciudad a mediados de los ochenta. También recuerdo una huaca que servía de fumadero para drogadictos, pero que hoy es un sitio oficialmente protegido, la Huaca Mateo Salado, convertida en símbolo patrimonial de la institución educativa que colinda con ella. Muy cerca de ahí, en el área misma que ocupa el zoológico de Lima, llamado Parque de las Leyendas, se encontraban otras viejas huacas a medio desenterrar, las cuales, para provecho y felicidad de los visitantes de hoy, están ahora muy bien restauradas y estudiadas: algunas llegan a los dos mil años de antigüedad y otras, al parecer, son del último tiempo de los incas, constituyendo todas en su conjunto el Complejo Arqueológico Maranga. >>

 

Texto completo publicado (noviembre 2020) en:

OTROLUNES – Revista Hispanoamericana de Cultura, nr. 57, año 14

 

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Imagen: Foto de Huaca Mateo Salado, desde el colegio que colinda con ella (IE 1021), Lima.

Las alamedas y los boulevards

<<                                             «A esta alameda muriente

he traído mi cansancio,

y estoy ya no sé qué tiempo

tendida bajo los álamos,

que van cubriendo mi pecho

de su oro divino y tardo.«

Gabriela Mistral

 

Mi vieja costumbre de salir a caminar. Salir a andar por las calles del limeñísimo centro de mi ciudad para pensar, es decir, caminar sin observar nada. Circulación autónoma y anónima, o como la de cualquier sencillo número de una contribuyente de impuestos más. Disfrutar del paseo sola en medio del amontonamiento de ciudadanos apurados. Esquivar, no necesariamente, un codazo, un roce, un estornudo, una tos, ni tampoco incluso a un carterista, a un bolsiqueador, a un listo. Caminar sin que me importe nada y sin ser reconocida por nadie, porque en las grandes urbes los infiernos son diminutos, y se puede ser feliz marchando así.

         De pronto, sentir la necesidad una tarde de oír el mecer de las ramas por el aire, el rish-rash de las hojas removidas por el viento. Dirigirse, entonces a la alameda, al boulevard, a la avenida con palmeras. Lima es grande y hay espacio para todo tipo de calles y avenidas, paseos peatonales y jirones, con o sin árboles de cedro, casuarinas, poncianas, o eucaliptos. En una alameda de Barranco concentrarse en el trino de los pájaros y olvidar la gentil urbanidad. O en el Paseo de La Punta, al pie del mar, cruzarse con igual cantidad de gentes e ignorarlas. Sentirse así, anónima también, en la frontera entre cemento y naturaleza. >>

 

Texto completo publicado (mayo 2020) en:

OTROLUNES – Revista Hispanoamericana de Cultura, nr. 55, año 14

Los bares, las cantinas y los shishabars

<<                               «—Yo, es la primera vez que vengo al Negro-Negro

—dijo Santiago—.Vienen muchos pintores y escritores, ¿no?

                                                                        —Pintores y escritores náufragos —dijo Carlitos—.

Cuando yo era un pichón entraba aquí como las beatas

a las iglesias. Desde ese rincón, espiaba, escuchaba,

cuando reconocía a un escritor me crecía el corazón.

Quería estar cerca de los genios, quería que me contagiaran.»

Conversación en La Catedral, Mario Vargas Llosa

El Negro-Negro es un bar en el que conversan los personajes de Zavalita y Carlitos en diálogos intrusivos dentro del diálogo mayor que se lleva a cabo en el bar La Catedral. Si bien un bar con el mismo nombre algún día existió en la ciudad de Lima y hoy ya no existe, los seguidores del afamado autor de Conversación en La Catedral visitan el sitio para decir «aquí estaba ese bar».

                 En la literatura contemporánea hay historias que ocurren en los bares de grandes urbes. Esos bares fictivos, cuando tienen sus correlatos en las realidades urbanas de ciudades en concreto, saltan a la realidad para convertirse en sello especial de determinados lugares y cobrar cierto fetichismo. Es el caso del Bar Cordano, el Queirolo, o el Bar del Hotel Bolívar del centro de Lima, por los que todo el mundo quiere pasar, para ver el escenario real que aparece en ciertas historias consagradas. Por otro lado, hay otro tipo de bares reales en las ciudades reales que se convierten en lugares a los que concurren los narradores mismos, como el Floridita de La Habana, al que iba mucho Hemingway. De ahí que muchos aspirantes a poetas, y amantes de las letras y la escritura, se empeñen en visitarlos, convencidos de que adquirirán inspiración, o de que podrán reencontrarse con los espíritus de los escritores muertos y combatir así un poco la página en blanco. También, para muchos, asistir a esos bares ‘literarios’ es un simple gesto ceremonial que busca rendir homenaje a una figura especial de la historia de lecturas personales>>

 

Texto completo publicado (marzo 2020) en:

OTROLUNES – Revista Hispanoamericana de Cultura, nr. 54, año 14